sábado, 23 de junio de 2007

Adelia Silva

Una poeta de luchas

Adelia nace un 3 de abril de 1925 en el departamento de Artigas, Uruguay. Concurre a la Escuela Pública Nº 1 de la ciudad.


Comenzará su etapa adolescente en el Liceo Dapartamental Nº 1 y formándose como docente de educación primaria en el Instituto de Formación Docente en su ciudad natal. Maestra, llega al cargo de Directora Rural y en Escuelas con régimen al Aire Libre en en distintos centros del departamento. Ejercerá como profesora de Educación Secundaria en las siguientes materias: matemáticas, física, química, y francés. Se desempeñó en forma honoraria como profesora del Instituto Normal, como así también dictando clases en cárceles y el Hogar de varones (centro de custodia de la minoridad) en Artigas.


Sus logros fueron a través de concursos para acceder a los distintos cargos que desempeñó. Dirigió las escuelas 1 y 2, y en 1962 obtiene también por concurso el cargo de Inspectora de Zona lo que la llevará a Florida y Salto. Dicta clases honorarias en Canelones y Colonia y como también en su casa particular sobretodo a niños carenciados.


No era extraño ver en su casa a chicos y adolescentes que venían a estudiar, muchos a alojarse en la casa de esta gran maestra quien los recibía desinteresadamente brindando sus conocimientos y afecto. Muchos jóvenes lograron con sus enseñanzas y apoyo llegar a obtener sus titulados.


Fue elegida y homenajeada como la Mujer del Año por la Intendencia Municipal de Artigas.





Como escritora y poeta comienza a escribir en forma activa a los 40 años. En 1988 obtiene el Premio JEAN JAVRIS otorgado por el Rotary Club y siguió siendo premiada en distintos Concursos de Literatura nacionales y extranjeros. Perteneció al grupo literario Ángel Falco.


Inquieta como pocas, comienza a estudiar y finaliza los estudios en Periodismo y Relaciones Publicas. Fue homenajeada y distinguida en varias ocasiones en distintas Instituciones oficiales y no oficiales de su departamento : "Semana del Libro", "Muestra Artiguense Adelia Silva", entre otras distinciones.


Viajará varias veces a Europa dejando y trayendo aportes culturales importantes. En el 2004 recibe el Premio Rocco Certo (San José) en el que obtiene una mención especial otorgada a un poema suyo en italiano, premio otorgado por la Cámara de Comercio Italiana.


Lectora incansable, activa promotora cultural desde muy joven, respaldó y apoyó a todo aquel que se acerco a ella como maestra, profesora, amiga, por ser una mujer de una rara y distinguida sensibilidad que atraía solo con verla. Participa en el Encuentro Virtual "Recitando entre Ratones" organizado por el Proyecto Libro sin Tapas en Montevideo.
Pequeña, vivaz, con esa alegría fronteriza tan suya nos dejó en el corazón la satisfacción de conocerla y el poder beber de sus conocimientos los que brindaba abiertamente.
Adelia Silva falleció en el 2004.





Veamos un poema de Adelia

Agradecemos especialmente a su hija Lucita y a las Sras. Yalma y Sandra Paulo del departamento de Artigas por acercarnos el material con el que realizamos esta semblanza de nuestra querida amiga Adelia. Este material compone parte de la Muestra itinerante " Lenguaje de la Memoria: tres siglos y medio después".

jueves, 21 de junio de 2007

Cuento de Marie-Delphine Nilles

a partir de un párrafo publicados por Daniel Bera Martinez


6 de Enero


En las marginadas calles de Palermo, los negros calentaban las lonjas de sus tambores alrededor del fuego para afinarlos, igual que lo habían hecho sus ancestros dos siglos atrás cuando, aún esclavos, obtenían licencia de sus amos.

Ese día, la comunidad negra desfilaban por las calles de Montevideo repicando su historia con frenesí y orgullo: eran como los elefantes del África Negra que caminando al compás hacían vibrar la tierra. Todos los morenos respondían a la llamada de los tambores uniéndose al cortejo. Candombeaban bajo el sol y la mirada hostil de algunos colonos que ―detrás de sus ventanas― espinaban sus arte. Bailaban incansablemente hasta el ultimo golpe de tambor.





Durante ese día, la luz se filtraba por la ventana de la casa de Corimba con más frescura y harmonía que los demás días. Corimba era la abuela del barrio: una negra fina de largas uñas rojas, que en su tiempo había sido de las más cortejadas.

El amanecer la había encontrado en la cocina preparando la masa de las pizzas, las tortas de maíz y el dulce de leche. Llevaba dos días limpiando su casa con agua jane y dando voces por el barrio sobre la visita de su nieta Mirta acompañada de Don y Doña Gallego. Eso suscito muchos comentarios en el vecindario puesto que la gente de la alta sociedad no acostumbraba a pasearse por la calle Ansina*. Pero, según se rumoreaba, parecía ser que en alguna ocasión los Señores Gallego había mostrado curiosidad por el Candombe y que Mirta les había invitado a pasar el día de las llamadas en casa de la abuela Corimba, asegurándoles que disfrutarían de una vista privilegiada, pues por debajo de su ventana desfilaban todas las comparsas.

Para la ocasión, Corimba puso su mantón de manilla negro con flores rojas a modo de mantel sobre la mesa del comedor, y cuando tuvo todo dispuesto, se sentó a al lado de la ventana a tomar mate mientras esperaba la llegada de sus huéspedes. En la calle, los negros afilaban sus tambores y Corimba les miraba con una sonrisa tan esbelta que parecía haber rejuvenecido 20 años.





Los invitados llegaron en un elegante coche, deteniendo a su paso la mirada de todos los morenos. Entonces el aire se llenó de voces: a algunos les molestaba esta presencia en el barrio pues decían que nunca traía nada bueno; otros criticaban el comportamiento vanidoso de Mirta, mientras unos pocos mostraban signos de bienvenida. Don Gallego se bajó del coche y con naturalidad les devolvió el gesto a los que saludaban. Su señora revisó cuidadosamente el vehículo para no olvidarse de nada y, al bajar, se cogió del brazo de su esposo. A cambio Mirta se quedo un instante más sentada en el suntuoso asiento trasero, inmóvil y pensativa, hasta el momento en que la voz de Corimba la despertó sus sueños. Entonces se bajo del coche (con esa agilidad que tienen los jóvenes) y corriendo como una quinceañera abrió la puerta y subió las escaleras al encuentro de Corimba. Se abrazaron y cayeron las lagrimas —como de costumbre― pero no se demoraron en atender a sus huéspedes: despojándoles de sus sombrero, guantes y todos esos accesorios que suelen vestir la gente de la alta sociedad. Corimba les dio la bienvenida y entraron en el hogar.



La Señora de Gallego hizo un reconocimiento rápido de la estancia: observo las grietas en las paredes y la minúscula y única ventana de la sala de estar (concluyo que debía ser el lugar privilegiado del que hablaba Mirta). Se fijo también, en el mantón posado sobre la mesa como si fuera un mantel. Le pareció poco apropiado, por no decir

grotesco, y debió esforzarse mucho para disimular el malestar que le producía ese diminuta casa. Don Gallego, en cambio, permanecía en silencio robándole bocanadas de perfume hogareño a Corimba. El olor le recordaba extrañamente a su infancia, y aquella pequeña estancia le sugería la de su propia abuela. Se asombró del placer que le provocaban esos recuerdos y de la nitidez con que surgían después de tanto tiempo. Al cruzarse con la mirada de su esposa, Don Gallego se quedó petrificado. Durante un instante tuvo la sensación que ella le leía el pensamiento, y con un gesto incómodo se retocó el pelo pensando que debía cuidarse de no levantar sospechas. Pues no siempre había sido Don Gallego: la suerte hizo que se relacionarse con a la hija de los Pisolenti, y su ambición junto con su ingenio consiguieron que ella se casara con él, asegurándose así una buena fortuna, y por supuesto Don Gallego nunca le contaría la verdad sobre su pasado. Sin embargo, a veces sin darse cuenta, le traicionaban sus modales.



Corimba saco las pizzas del horno, cogió el vino, la coca-cola y les invitó a sentarse a la mesa. El entusiasmo de las anfitrionas hizo que la tarde transcurriera agradablemente (al menos en apariencia). Hablaron de todo un poco evitando los temas delicados que pueden surgir entre dos clases sociales tan distintas. Corimba observó que la Señora de Gallego no participaba mucho en las conversaciones, y que apenas había tocado la comida, lo que explicaba su extrema delgadez. Pero lo que hasta hora había retenido su atención era la blancura de su piel en pleno verano. A cambio Don Gallego le dio mejor impresión: su alta estatura y buen porte le daba un aire atractivo, simpático y seguro de sí mismo. Charlaba con naturalidad , sin esa actitud arrogante que tienen los hombres de su condición. Entonces Corimba se relajó y empezó a contar historias del Candombe. A cada palabra que pronunciaba aumentaba el tamaño de su ventana, dejando entrar una luz más pura y más cálida.



―¡Aquí están los chiquilines! ―exclamo Mirta, al sonar el timbre de la puerta.



Corimba corrió a abrirles, y con una gran sonrisa les dijo que pasaran y saludaran a los invitados. Entró un grupito de niños con sus tambores colgando como mochilas. Saludaron educadamente y corrieron tras Corimba, que se había dirigido a la cocina. Ella abrió el armario y saco los panqueques de dulce de leche que había preparado durante la mañana, y con tono pícaro les preguntó:



―Che, ¿como andan estos tambores?



Entonces los chiquilines formaron dos filas bien organizadas y con el mismo aire visceral que sus mayores repicaron sus tambores caminando al compás por toda la casa. Mirta se levantó y se unió a ellos tocando la clave con las palmas y meneando su cuerpo como los negros sabían. Corimba desplegó su abanico y encarnando a la Mama Vieja* bailaba y canturreaba canciones del Candombe. Giraron alrededor de la mesa saludando a su publico, Don y Doña Gallego, y aunque pareciera que la Señora de Gallego se prestara al juego, apretaba los dientes por no taparse los oídos. No le gustaba el Candombe. Odiaba los tambores. Ni siquiera le parecía música, sino ruido y nada más que ruido; y el modo de bailar de las morenas lo juzgaba blasfemia contra la cristiandad. Miró a su esposo con la intención de quejarse con la mirada, pero se en ese preciso momento, cayo la ultima nota de tambor. Don Gallego aplaudió enérgicamente (....... ) pero al oír sus propios aplausos se reprimió y abrevió el elogio: pues pensó que un hombre de su condición no debía mostrar admiración hacia los negros. Y evitando la mirada de su esposa, se retocó el pelo y borró la sonrisa de sus labios.



―Che, miren cuántos aplausos ―Dijo Corimba tomando asiento y recuperando el aliento. ¡vos sí sabéis reconocer el arte donde hay arte, Don Gallego! Esos niños son una cosa bárbara, el mayor de ellos solo tiene 10 años ―y con un gesto de satisfacción cogió los pan queques y los repartió entre los chiquilines―. ¡Andá, que van a llegar tarde a las llamadas!



Tras cerrar la puerta al marcharse los niños, Corimba rellenó las copas y propuso un brindis en honor a su invitados. La Señora de Gallego cogió la copa con la punta de los dedos (para no ensuciarse las manos) y con una sonrisa forzada brindó; luego la llevó a su boca pensado en los labios que la habrían tocado antes que ella, y para eludir su disgusto cerró los ojos antes de beber. Bebió y siguió preguntándose por qué razón su esposo había aceptado la invitación de su criada Mirta. No lograba entender qué le había motivado a querer pasar el día entre negros.

Mirta, tomó sus copa con la delicadez con que lo hacía la gente de la alta sociedad como la Señora de Gallego, e imitando su gesto, ella también cerró los ojos y tomó un ligero sorbo. A la abuela Corimba, se le entristeció la sonrisa al observar que sus nietos cada vez se parecían menos a ella. Pero en cuanto escucho los primeros golpes de tambor al otro lado de la ventana, se le puso la piel de gallino de alegría ¡Empezaban las Llamadas!

Corimba y sus invitados se instalaron cerca de la ventana, estaban algo estrechos pero nadie se molestó (excepto la Señora de Gallego, que a pesar de todo siguió guardando las formas, aunque con cada vez menos vigor ). Desfilaron una decena de comparsas, y Corimba le contaba a Don Gallego, sentado a su lado, el significado de los colores de cada una de ellas; le explicaba el papel que desempañaba el Chico, el Repique y el Piano en la cuerda de tambores. A Gallego le impresionaba el orgullo de los negros: el valor que tenían de revindicar su pasado con tanta dignidad. Escuchaba a Corimba sin expresarle sus pensamientos, pero saboreaba cada una de las palabras que esa anciana compartía con él. Corimba sonreía, sonreía al percibir que Don Gallego disfrutaba de los tambores. Por un momento divisó un futuro esperanzador para la gente de su comunidad, pues con gente compresiva como Don Gallego y su esposa llegaría el día en que los negros candombearían bajo el sol sin el permiso ni la mirada hostil de sus patrones. Entonces el comedor se fue achicando detrás de ellos, como arrastrado por la oscuridad, mientras que la ventana crecía volcándoles en una luz brillante y placentera. Pero la Señora de Gallego no pudo aguantar más en ese lugar rodeada de esa gente y decidió fingir un malestar para dar fin a esa fastidiosa visita, pues no estaba dispuesta a contemplar por más tiempo a esa banda de borrachos que bailaban descalzos. Se dejo caer de la silla con cierta elegancia teatral, y hábilmente empezó a discursear sobre el calor, entrecortando sus palabras con leves suspiros. Don Gallego la cogió en brazos y la acomodo en el pequeño sofá. Corimba le asistió echándole aire con su abanicó, mientras Mirta le servia un vaso de agua. Al recuperarse, la Señora de Gallego pidió disculpas por lo sucedido y alegando que no se encontraba con todas sus fuerzas expreso el deseo de marcharse, y Don Gallego atendió su petición.



Con la ternura natural que tienen las abuelas, Corimba envolvió en papel los panqueques de dulce de leche y se los obsequió a Don Gallego. Él le respondió con una sonrisa amable, agradecida, e incluso feliz. Hacia tantos años que no rozaba el calor que tiene la sencillez, que aquella anciana quedaría grabada en sus memoria durante mucho más tiempo del que él hubiera imaginado. Corimba insistió en que se llevaran también su abanico, por si le hiciera falta a la Señora, y en cuanto Don Gallego se negó (no queriendo abusar) empezaron las charlas de abuela. Hasta que Corimba se salió con la suya. Finalmente se despidió de ellos dándoles las gracias por pasar el día de las llamadas con ellas, y por cuidar de darle un buen trabajo a su nieta. Desde el umbral de la puerta, y con esa sonrisa suya, Corimba les hacia señales de despedida con la mano. Mirta les acompaño hasta el coche, cargando en brazos todas esas cosas que usan la gente de la alta sociedad. Lo guardo todo —como debido― en el asiento trasero, y la Señora de Gallego, antes de marcharse, le recordó algunas de las tareas domesticas que le correspondía y le exigió que no llegara tarde al día siguiente.

El coche se alejo, hasta desaparecer entre la multitud de morenos que se detenían a su paso, algunos con la mirada hostil.



Ese día , Corimba y Mirta siguieron festejando el día de las llamadas como cada año: uniéndose al cortejo. Corimba, candombeo bajo el sol como si debajo de sus pies sintiera la tierra rojiza de África, cantándole a sus hijos, a sus nietos, y a sus ancestros.





Miles de historias pasaron por aquellas ventanas de la calle Ansina. Historias que refuerzan la tradición. Hasta que en 1968, poco después de la visita de los Señores Gallego, la intendencia dictamino que el ruido de los tambores ―el ruido, no la música― causaría estragos en la calle Ansina, y por consiguiente, señores, para evitar el derrumbe, decidieron que las llamadas no pasarían mas por su templo; no hubo apelación. Fue el mismo año, en que la luz no volvió a encontrar la ventana de Corimba."